Resumen
Las emociones son nuestra brújula interior. Nos ayudan a identificar lo que queremos mantener en nuestra vida y aquello que necesitamos modificar.
Desde que somos pequeños, las emociones son parte de nuestra vida y forma de reaccionar. Durante la infancia se van desencadenando y nos van mostrando la manera genuina en la que entendemos lo que nos sucede, dando una interpretación única de eso que acaba de ocurrir.
Identificar, nombrar y canalizar las emociones requiere atención, entrenamiento y responsabilidad. Cuando nos damos cuenta de la importancia que tienen sobre nuestra forma de relacionarnos, buscamos la estabilidad y compromiso hacia nosotros mismos y hacia los que nos rodean.
Las emociones no son “buenas” y “malas”, como mucha gente dice llamarlas. Tendemos a querer simplificar y englobarlas por categorías. Si queremos dividirlas de una forma menos sesgada y peyorativa podemos catalogarlas como “cómodas” e “incómodas”.
Ninguna de nuestras emociones puede ser “mala” ya que nos dan una información muy valiosa. Nos indican que un camino no nos está funcionando, qué otros podemos seguir o nos transmiten que algo no va como podría o nos gustaría que fuese. Como vemos, malas no son ya que nos evidencian y movilizan ante una situación o pensamiento que nos perjudica. Son incómodas porque nos trastocan, nos agitan, no nos dejan indiferentes.
De la misma manera, aquellas que llaman “buenas” no lo son porque sean mejores que las otras, lo que las diferencia es que queremos que se prolonguen, que duren en el tiempo para poder exprimirlas. Son cómodas, son agradables, nos muestran que el camino que seguimos va en la dirección que queremos, que nos gusta lo que vivimos y pensamos sobre ello.
Durante mucho tiempo, se nos ha transmitido la sensación de que sacar las emociones al exterior era un error, algo inmaduro e infantil, incluso una muestra de debilidad. Se asociaba a personas frágiles, que necesitaban cuidados, como si de llamadas de atención se tratase.
Actualmente, se confunde ventilar esas emociones, es decir, expresarlas sin filtro ni análisis, con gestionarlas responsablemente, transmitiendo de manera elaborada lo que hemos sentido. Podemos dejar que nos desborden o darnos un tiempo para nombrarlas y darlas a conocer de forma asertiva.
El ejercicio más importante de autoconocimiento que podemos hacer es identificar y nombrar nuestras emociones para así poder orientarnos en la dirección adecuada. Cuando dedicamos unos segundos a observarnos, a detectar qué nos ha pasado, dónde hemos sentido esa sensación en nuestro cuerpo, empezamos a analizar el mundo teniéndonos en cuenta.
Al recibir una frase o participar de una situación concreta es importante atendernos y escucharnos emocionalmente. Primero podemos preguntarnos si ha sido agradable o desagradable, si estamos cómodos o incómodos frente a eso que acaba de suceder. Una vez filtrada esa información podemos ir profundizando y haciendo algunas categorías dentro de las emociones más habituales.
Llamamos emociones básicas a aquellas que son reconocibles por cualquier ser humano a lo largo del planeta, debido a la interpretación que hacemos de la expresión facial que vemos con ellas. No son básicas por ser simples, sino que son las más habituales, las que aparecen con mayor frecuencia y engloban mayor cantidad de matices dentro de cada una de ellas. Las cinco emociones básicas son: alegría, ira, tristeza, miedo y sorpresa.

La alegría nos describe una situación placentera, positiva, de bienestar. La ira evidencia que algo no nos gusta, algo nos genera cierto rechazo y no queremos que se mantenga o suceda de nuevo. La tristeza nos conecta con la pausa, el dolor, el vacío, la necesidad de protegernos. El miedo nos prepara ante un posible peligro, nos anticipa una situación que no sentimos controlada. La sorpresa nos indica que algo no lo esperábamos y nos suscita impacto.
Por supuesto existen muchísimas más emociones cotidianas habituales como lo son la ilusión, la frustración, la melancolía, la ansiedad o la incredulidad, entre otras. Si nos fijamos en este listado, cada una de ellas podría considerarse una subcategoría dentro de las primeras. Cuanto más vocabulario emocional integremos y nos acostumbremos a utilizar para describir cómo nos sentimos, mejor análisis de situación e interpretación de nuestra forma de evaluar nuestra vida.
Poder explicar con palabras cómo nos sentimos facilita que puedan empatizar con nosotros. Pueden adaptar su lenguaje, su respuesta siguiente. Puede ayudar a resolver algunos conflictos al tener una información privilegiada que no lleve a equivocaciones, ya que no tienen que adivinar qué nos pasa. Saber lo que sentimos puede movilizar al cambio (“me irrita tener que repetir lo mismo”) o mantener aquello que nos gusta (“adoro dar estos paseos contigo”).
Las emociones añaden un énfasis a lo que comunicamos y también nos ayudan a generar vínculos más sólidos. Cuando nos permitimos compartir nuestro mundo interno (emociones y pensamientos) construimos relaciones personales de seguridad y confianza. La vulnerabilidad entre seres humanos nos acerca e iguala.
Poder contar con nuestras emociones como nuestras grandes informadoras nos permite utilizarlas como brújula para orientarnos en la vida, manteniendo lo que funciona y haciendo y pidiendo los cambios que necesitamos. Validar nuestras emociones hace que nos respetemos y entendamos quiénes somos.
Laura Villanueva