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El comienzo del camino
Cuando nos relacionamos con otras personas lo hacemos para crear lazos o vínculos emocionales que nos nutran, den seguridad y estabilidad. A través de la empatía podemos buscar personas que nos permitan ser como somos, compartiendo intereses, ideas o emociones como forma de disfrute. Aunque también podemos estar a gusto junto a aquellos que, sin compartir esos aspectos, respetan nuestra forma diferente de entender el mundo.
Para poder afianzar esos vínculos es fundamental comunicarnos y ser escuchados. Para ello tenemos que compartir nuestro mundo interior de emociones y pensamientos y, con ello, mostrarnos vulnerables.
Cuando nos planteamos contar algo que es sensible nos asaltan los miedos sobre cómo será recogido por parte de la otra persona. Quienes enfrente han tenido a personas con empatía saben la suerte que supone sentirse escuchado, atendido y respetado. Por desgracia hay personas que han vivido que les ignoren, minimicen sus sentimientos, cambien de tema o les juzguen.
La empatía es la habilidad de ponernos en el lugar del otro, poder conectar con lo que siente la otra persona y, al mismo tiempo, volver a nuestro mundo interior. Esta última parte es importante porque no debemos mimetizarnos con la emoción del otro, dejándonos arrastrar por lo que el otro siente. La intención es establecer un puente que una las realidades que viven las dos partes para conectar genuinamente y generar un vínculo de respeto y seguridad.
Para poder empatizar lo principal es saber escuchar, estar dispuestos a recibir lo que el otro quiera compartir con nosotros. Implica ser tolerantes, respetuosos. Nos pueden surgir dudas y podemos preguntar para aclararlas. Podemos reflejar lo que percibimos de su postura corporal u otra información no verbal que veamos que pueda ser importante (como miradas huidizas, temblor en las manos o inquietud en las piernas). También es útil tratar de resumir lo que ha dicho o hacer hincapié en algo que haya llamado tu atención.
A diferencia de lo que se cree, empatizar no es necesariamente llorar cuando el otro llora o enfadarnos por lo mismo que indigna al otro. Puede removernos emocionalmente lo que escuchamos, incluso que una parte salga al exterior. Pero la empatía busca mostrar comprensión y aceptación por lo que siente quien nos cuenta algo.
De forma demasiado habitual recibimos censura, prejuicios y falta de validación de nuestras emociones. Muchas personas no saben cómo reaccionar ante lo que sentimos ni saben cómo manejarlo (lo que les lleva a decir frases como “no estés triste” o “no es para tanto”). Esta ausencia de inteligencia emocional interfiere y bloquea los vínculos que se pueden dar. A menudo está relacionado con la falta de identificación de sus propias emociones o con lo desbordados que pueden estar cuando las sienten.
Hay personas que también tratan de ser amables como intento de calmar o suavizar nuestras emociones, haciendo comentarios como “ya verás como pasa pronto”, o incluso llegando a bromear. Es lo que coloquialmente llamaríamos “simpatía”. Aunque es una cualidad positiva, en cuanto a lograr relaciones más profundas vamos a necesitar a veces pasar por incomodidad o sostener momentos difíciles para transmitir a la otra persona que estamos ahí, por duro que sea.
Las prisas, nuestras propias vivencias e historia de aprendizaje pueden impedir mostrarnos empáticos y receptivos al exterior. A ninguno nos gusta sentirnos juzgados y, sin embargo, la única forma de no incurrir en ello es estar atentos a la realidad del otro, dejando nuestro mundo de lado. Para evitar caer en comentarios inapropiados o que alejen la posibilidad de que vuelvan a compartir con nosotros información futura sensible puedes probar a:
- Guardar silencio y dejar que continúe hablando.
- Hacer un gesto de complicidad, como tocar con la mano su brazo o dar una caricia.
- Ofrecer un abrazo o un beso (el afecto físico nos equilibra y da seguridad y descanso).
- Reconocer lo duro o difícil que puede estar siendo esa situación para la persona.
- No intentar dar soluciones (sí podemos preguntar si podemos ayudar de alguna forma).
- Identificar lo que emocionalmente puede estar sintiendo esa persona (“parece que eso te irrita cuando pasa”, “te noto triste cuando hablas de él/ella”).
- No minimizar la intensidad con la que vive esa circunstancia.
- Mantener el interés en lo que te cuenta, sin desviarlo a otros momentos del pasado o vivencias ajenas.
- Expresar lo que te supone que comparta esa información contigo (“me siento agradecido porque hayas querido compartir esto conmigo”, “me parece abrumador lo que tienes por delante”, “me entristece no saber cómo poder ayudarte”).
Cuando nos responden con empatía se produce un alivio y descarga emocional asociados. Se convierte en una relación fuerte, en un vínculo especial. Habitualmente después de esta respuesta empática, la persona es más capaz de encontrar sus propias soluciones y comprender los motivos que le han llevado hasta ese punto, otorgándole claridad para seguir adelante.
Lograr una buena empatía necesita un trabajo y atención constante. Desarrollar esta habilidad nos permite adaptarnos mejor a la vida y generar relaciones humanas más fuertes y seguras, basadas en la confianza, la tolerancia y la aceptación.
Laura Villanueva
Si hay algo que diferencia al ser humano frente a otras especies es la capacidad para hablar. Desde que somos pequeños se nos fomenta y enseña a hablar para poder comunicarnos. Sin embargo, apenas reparamos de adultos en la forma en la que lo hacemos, si va en sintonía con lo que realmente queremos decir, si representa lo que teníamos en mente y si transmite de forma fiel nuestro propósito.
En gran medida tiene que ver con nuestros patrones aprendidos desde la infancia, en la que tendemos a imitar y reproducir lo que nos dicen. Pero también ocurre porque no elegimos observar y detectar si lo que decimos nos representa. Vivimos con demasiada prisa y queremos y creemos que los que nos rodean saben o intuyen lo que queremos.
Existen tres estilos dentro de la comunicación en los que englobar nuestras formas de expresarnos. Imagina una línea continua: en los extremos encontramos los polos opuestos que se llaman comunicación agresiva y sumisa o pasiva. En el centro de esta línea se encuentra el ideal, llamada asertividad, al que debemos aspirar en la medida de lo posible (sin olvidar que todos son útiles y es importante aprender cuándo es adecuado ponerlos en marcha).

El estilo agresivo hace referencia a una forma de comunicarnos que prioriza lo que queremos decir, que no repara en cómo lo recibirá el otro. Suele tener un componente exigente, demandante, directo. Señala lo que quiere que se haga, lo expresa sin titubeos. Con frecuencia tiende a interrumpir o dejar de escuchar, ya que no suele tener demasiado en consideración al de enfrente.
A este estilo puede añadirse también el componente de la forma agresiva en la que se comunica, subiendo el tono de voz o incluso gritando, acelerar el ritmo hablando con rapidez, gesticular o hacer aspavientos con las manos, etc. Si además se acompaña de una conducta agresiva (empujar, agarrar, golpear…), la situación puede describirse como violenta.
En el polo contrario nos encontramos con el estilo sumiso o pasivo. Lo que lo caracteriza es una escasa tendencia a expresarse, principalmente sustentada en el miedo al conflicto que pueda provocar o en la percepción de incapacidad para poder argumentar correctamente. Procura participar poco e intenta pasar desapercibido. Interiormente hay un gran hervidero que no sale a la luz, generando un malestar emocional duradero.
A este estilo suele acompañarle una forma de hablar con tono bajo, poco contacto visual, nerviosismo que se aprecia en el enrojecimiento de la cara o sudoración de manos y una prevalencia de los silencios.
En la comunicación asertiva nos encontramos con lo mejor de ambos estilos descritos anteriormente. Mediante la asertividad vamos a ser capaces de expresar lo que necesitamos, queremos o sentimos, teniendo en cuenta y tratando de minimizar el impacto en el otro. No se rehúye el posible conflicto, sino que se evidencia y se busca una solución o petición alternativa para el futuro. Quien habla se expone y muestra de forma sincera y vulnerable, para así, ver de dónde partimos y cuál es el objetivo. Es decir, se trata de no poner el foco en lo negativo, sino plantear sugerencias para resolverlo.
Una persona asertiva escucha, sin interrumpir, y pide lo mismo en el otro cuando habla después. Es capaz de expresarse de forma segura y firme, hablando en primera persona, sin atacar ni exigir, pero sí dando su punto de vista, posicionándose. Busca mantener un ritmo tranquilo en la conversación y un tono sereno.
Debajo de cada estilo de comunicación hay unas emociones que condicionan nuestra manera de hablar. El estilo agresivo suele concentrar emociones como enfado, rabia, frustración o estrés. Detrás de ellas se parapeta para justificarse y no suavizar el modo en que expresa lo que necesita. Es decir, se deja desbordar por estas emociones y contamina al otro al transmitirlo así.
Por el contrario, en el estilo pasivo suelen aparecer emociones como el miedo, la inseguridad y la duda, que frenan la posibilidad de compartir más información. También puede ocurrir que aparezca el enfado, la desesperanza o el bloqueo y, con ellas, una necesidad de entender mejor lo que le ha ocurrido y reposarlo sin posicionarse demasiado. Silencian estas emociones propias para no afectar negativamente al exterior.
En el estilo asertivo pueden aparecer muchas emociones. La gran diferencia es que se atienden y, en la medida de lo posible, se expresan o canalizan a través de las palabras. Se habla de lo que se siente como manera de dar una explicación a nuestro argumento.
La asertividad puede chocar con los estilos agresivo y pasivo ejerciendo sensaciones diferentes. Ante alguien con discurso agresivo, la asertividad suele funcionar como un efecto rebote, ya que evidencia el descontrol emocional desde el que se expresa y tiende a culparnos por estar tranquilos. Cuanto más mantengamos esta actitud, más probable será que, poco a poco, la otra persona acabe calmando su enfado.
Cuando estamos frente a alguien con estilo pasivo, la asertividad puede ponerle nervioso, ya que evidencia la poca implicación que está teniendo en la conversación y se verá más forzado a posicionarse. También habrá que ser pacientes porque pueden no tener la habilidad suficiente, haberse restringido durante mucho tiempo o que sus emociones le bloqueen aún.
Conviene evidenciar que los estilo agresivo y pasivo suelen simultanearse y retroalimentarse, sin que por ello ninguno de los implicados acabe satisfecho. Alguien que se llena de razones frente a alguien que no le ofrece resistencia da como resultado una dinámica descompensada que tiende a perpetuarse en el tiempo, generando mayores fricciones a futuro.
Cuando hablamos de forma asertiva estamos poniendo atención e intención en lo que decimos. Elegimos mostrar aspectos de nosotros que pueden facilitar la resolución de un conflicto y también acercar al otro a nuestro mundo interior.
Laura Villanueva
Laura Villanueva
Estamos acostumbrados a mirar y analizar lo que hacemos. Interpretamos qué ha dicho o hecho cada uno, sobre todo el de enfrente. Predomina el hacer frente a la reflexión y la pausa. Sin embargo, existe un mundo interior dentro de cada uno que se escapa a lo que la vista alcanza habitualmente.
Cada vez que sucede algo a nuestro alrededor se activan de manera automática tres respuestas: la conducta, el pensamiento y la emoción. Las dos últimas forman parte de nuestro mundo interno y, por ello, sólo si elegimos compartirlas no quedan silenciadas. Eso no significa que no sean en muchas ocasiones el motor real de nuestro comportamiento o que no tengan la misma relevancia.
Te planteo lo siguiente. Imagina que estás en la cola del supermercado y la persona que tienes delante está distraída con su móvil sin ver que la cola ya ha avanzado bastante y tiene que moverse. Puede que te irrite ya que tienes prisa y vas cargando lo que vas a comprar; puede que pienses que debería estar atento a lo que hace y no a sus redes sociales; o puede que le digas que por favor avance, que hay mucha gente esperando.
Las tres respuestas son válidas. Cualquiera de ellas nos informa de cómo procesamos lo que está sucediendo. De hecho, si te fijas, las tres están relacionadas entre sí. Una hace más probable que se active la otra hasta llevarnos a la acción. Si identificamos qué hemos sentido y pensado nos será más sencillo dar una respuesta coherente y meditada a esa situación.
Me gusta representar este triple sistema de respuesta con el diagrama de un triángulo. Cada vértice corresponde a cada uno de los elementos con los que respondemos. Están conectados y se retroalimentan, dando solidez a nuestra forma de ser.
Para identificar qué vértice de este triángulo es el predominante en ti bastaría que contestes estas preguntas. ¿Sueles quedarte a menudo dando muchas vueltas a las cosas, a las consecuencias que han tenido, a cómo te hubiese gustado que saliese? ¿Te encuentras a menudo sobrepasado, afectado emocionalmente, sintiendo con intensidad las consecuencias de las situaciones? ¿Te cuesta reflexionar y detenerte unos segundos antes de actuar, sientes el impulso de decir o hacer ciertas cosas? Puede que hayas tenido claro un sí…pero también puede que hayas contestado sí a todas ellas. No somos rígidos, por eso probablemente se solapen o entremezclen varias de ellas.
Normalmente tenemos una respuesta más activada que las otras. Hay personas racionales que lo procesan a nivel mental y sacan lecturas diferentes a través del pensamiento. Hay otras personas de acción, que se mueven preferentemente por el impulso de hacer, de mostrar, de seguir adelante. Y también hay personas sensibles, que analizan la situación en base al impacto emocional que tienen. Todas son compatibles y nos pueden ayudar a adaptarnos lo mejor posible.
Si analizamos estas respuestas podemos darnos cuenta cuál de ellas asume el mando de lo que decidiremos. En ocasiones puede haber discrepancias entre lo que pensamos y sentimos y lo que acabamos haciendo. Puede ser muestra del conflicto que atravesamos aún o parte del análisis necesario para solucionarlo.
Veámoslo a través de un ejemplo. Si alguien bloquea el lado izquierdo de subida de unas escaleras mecánicas (que es el lugar por el que caminar de forma rápida frente a los que prefieren que la maquinaria haga su trabajo llevándole al piso superior) puede molestarte o incluso enfadarte, puedes pensar que esa persona no tiene prisa o que no sabe este código implícito. Si nos dejásemos llevar por este análisis podríamos llegar a hablar de forma brusca o intentar abrirnos paso moviendo con la mano a esa persona hacia la derecha o incluso resoplar hasta que se diese cuenta.
Necesitamos entonces comprender lo que nos está sucediendo, escuchar lo que necesitamos y, con toda esa información, transformarlo en un mensaje y acción que nos lleve a solucionar esa situación. Pedir educadamente a esa persona que nos deje pasar nos evitará conflictos futuros y habremos garantizado una mejor comprensión de quiénes somos, sin caer en la impulsividad o en pensar únicamente en nosotros.
Si dentro de este triángulo hay un vértice más fiable y menos condicionado por nuestras posibles distorsiones es el de la emoción. Las emociones se activan sin que podamos mediar en ellas. Nos dan una lectura de qué sensaciones nos provoca algo sin poder influir en ellas.
El vértice de la conducta, por el contrario, será el que mejor nos saque de nuestro mundo interior en momentos de mayor bloqueo. Cuando le damos muchas vueltas a lo que nos preocupa (pensamiento) y el miedo frena toda idea de enfrentarnos a ello (emoción), la conducta puede ser nuestra mejor aliada para dar un primer paso y que el triángulo se reajuste de nuevo.
El vértice del pensamiento podrá afectarte de diferente forma en función de si son positivos o negativos. El problema reside en que a menudo no somos capaces de discriminar su impacto hasta ver qué efecto emocional tiene sobre nosotros.
Conocer qué se activa predominantemente en cada uno nos da pistas sobre nuestra personalidad y también sobre cómo se nos va a ver en el exterior. Que exista coherencia entre estas tres formas de responder es fundamental para conservar una buena autoestima y sentirnos satisfechos y tranquilos.
Pensar, sentir y actuar son nuestras respuestas para entender y adaptarnos a cada situación para vivir de forma coherente.
Laura Villanueva
Laura Villanueva
Cuando nos preguntan por nuestras virtudes, con demasiada poca frecuencia aparece en la lista saber escuchar. En nuestra voluntad de mejorar las habilidades sociales y comunicativas, centramos la atención en aspectos como la asertividad o la empatía. Todas son importantes y mejoran nuestra vida y relaciones. Sin embargo, tendemos más a querer hablar que a estar dispuestos a escuchar.
Escuchar es un arte, una herramienta, una habilidad y es la clave para mejorar. Cuando escuchamos no estamos haciendo un ejercicio pasivo, todo lo contrario, requiere de nuestra concentración y atención. Cuando escuchamos ponemos nuestros recursos al servicio de la comprensión.
Saber escuchar consiste en estar dispuesto a recibir información, procesarla, tratar de comprenderla y ser capaces de transmitir que seguimos atentos.
No existe nada tan poderoso entre seres humanos para sentirnos seguros y cómodos que haber sido escuchados. Porque cuando alguien nos presta atención, cuando de verdad sientes que alguien está ahí para ti, para escuchar lo que tengas que decir, es cuando te sientes especial, te hace sentir que vales y eres importante.
Si dejas por un momento a un lado tus ganas o necesidad de compartir algo y le cedes ese espacio al otro, comprobarás que se suelta, que hasta su cuerpo se relaja y te aporta más detalles, que quiere hacerte partícipe de su mundo interior. Cuando la otra persona nos ofrece su testimonio podemos ser conocedores de lo que le ha pasado, lo que ha pensado y sentido.
En ocasiones damos más importancia a lo que se nos dice frente a lo que realmente nos transmite esa persona haciéndonos conocedores de ello. Si alguien nos cuenta algo nos elige. Elegirnos asegura la confianza. Si una persona decide contarnos algo nos está diferenciando del resto.
Cuando escuchamos fortalecemos un vínculo que es el que mejora la relación. Nos da luz sobre el otro, nos sitúa en un lugar de importancia. Si estamos dispuestos a escuchar, estamos predispuestos a comprender. La comprensión se genera con la pausa, con el hacer preguntas, con garantizar que lo que estamos recibiendo es lo que la otra persona realmente nos está explicando.
Si queremos mejorar nuestra capacidad de escucha tendremos que sacrificar varias cosas: la necesidad de contar lo nuestro, la prisa por seguir con lo que estábamos haciendo, el nerviosismo porque nosotros estaríamos expresándolo de otra forma, conjeturar en lugar de garantizar que estamos siguiendo correctamente el hilo argumental, etc.
Para sentirnos escuchados necesitamos estar presentes (claro que se puede dar de forma telefónica o virtual, pero lo importante es notar que la persona está dedicándonos su tiempo). El elemento más poderoso es la combinación del silencio y la mirada. Prueba a seguir estos sencillos pasos:
- Mira a los ojos (si te es posible).
- Mantente en silencio.
- Observa lo que dice y cómo lo dice.
- Utiliza el asentir con la cabeza y/o otros sonidos sencillos (como «uhum») para que continúe hablando y sepa que le atiendes.
- Haz un resumen de lo que has escuchado y destaca algo que haya llamado tu atención.
- Conecta con sus emociones transmitiéndole cómo te parece que se ha sentido con lo que le ha ocurrido.
Escuchar es recibir. Habrá tiempo para alternar anécdotas y vivencias, para contar lo que tú también querías decirle. Pero si queremos saber en qué consiste realmente escuchar, hagamos la prueba de quedarnos unos minutos en silencio, recibiendo activamente lo que el otro tenga que decirnos, como si de un regalo se tratase. Después comprueba qué efecto ha tenido para ambos. Habrás reforzado no sólo tu capacidad de comunicación, sino también el tipo de relación y vínculo que tenías con esa persona.
Laura Villanueva
Laura Villanueva
Te recibo con cariño en este espacio de toma de contacto para darte la enhorabuena por haberte permitido bucear en una posible solución a tus problemas.
Puede que el primer paso sea uno de los más complicados, viene cargado de preguntas (¿qué me deparará la terapia?, ¿cómo saber si es el terapeuta adecuado?, ¿me ayudará realmente en lo que necesito?, ¿por dónde empiezo?) e inseguridades frente a una situación desconocida por muchos. La mayoría de estas dudas se van resolviendo en el transcurso de las sesiones, pero vamos a detenernos a hablar de algunas de ellas.
Durante la terapia lo fundamental es la sinceridad y el compromiso. Poco a poco irás descubriendo que es un espacio de seguridad, donde poder exponer libremente tus pensamientos y sentimientos menos compartidos. Este espacio es exclusivo para adaptarse a ti, para facilitarte que puedas decir todo lo que necesites sin sentirte juzgado/a.
Es probable que, a pesar de llegar con un motivo de consulta concreto, por el camino se vayan desbloqueando otros temas que han podido quedarse atrás. Esto también es habitual y enriquece el proceso terapéutico, ya que se profundiza y se abren puertas a sentimientos bloqueados o silenciados que por fin ven la luz para ser atendidos y resueltos.
La terapia es un camino hacia el autodescubrimiento. Es una herramienta para conocernos y saber la mejor manera de vivir acorde a nuestros valores, principios y emociones. Este camino puede hacerse lento, largo e, incluso en ocasiones, sentirnos que nos estancamos. También puede resultar vibrante, estimulante, llamativo y abrumador. Y es que cuando decidimos darnos el tiempo para escucharnos nada vuelve a ser lo mismo. Aprender a reflexionar, a calmar nuestras emociones prestándoles atención significa que queremos buscar ser la versión más auténtica de nosotros.
Si das el paso de comenzar terapia, te recomiendo que te abras a ello y aproveches la oportunidad para dejarte sorprender por lo que puedes llegar a ser.
Laura Villanueva

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